Sobre el escritorio, entre una pila de libros, CD, papeles y otros objetos, hay un bufoso. ¿Es de verdad? "Todo lo que hay acá es de verdad", dice Alberto Muñoz, con el humor grave que lo caracteriza.
A los 60 años, Muñoz continúa siendo un artista inclasificable, un poeta que se dispersa en diversos tipos de experiencias, buscando la realización efectiva de sus poesías. Su primera andanza fue la creación de MIA (Músicos Independientes Asociados) en 1976, junto a la familia Vitale. Fue una señal de independencia para el rock argentino.
Por supuesto, están sus libros. El naturalista es el último de una extensa lista, en la que figuranAlmagrosa (1981), También los jabalíes enloquecen (1998) y Trenes (2004), por nombrar sólo algunos. Con Eduardo Mileo es coautor de Dos épicas y de Misa negra y con Javier Cófreces, deVenecia negra , Canción de amor vegetal y Tigre . Con Mileo y Cófreces creó Ediciones en Danza, que en estos días celebró sus diez años con la presentación de la poesía completa de Jorge Leonidas Escudero.
Pero la poesía de Muñoz encuentra otras maneras de hacerse presente: en la composición de obras musicales en formato de CD, como El gran pez americano (1987), Los últimos días de Johnny Weissmüller (1996) y La pasión según los hipopótamos (1998); en la puesta en escena de piezas de teatro musical, como La compañía mágica del circo, que llevó adelante con MIA en 1980, y Kapelusz! (1997); en la creación de un programa para chicos, Magazine For Fai , junto con Mex Urtizberea, y en la colaboración en la redacción de guiones de exitosos programas de TV, comoOkupas . Quedan muchas cosas en el tintero. Pero lo que nunca queda afuera de su obra es el humor. Un humor exigente y reflexivo que también aparece en esta charla, inevitablemente dispersa.
-¿Cuándo aparece el cruce o, mejor, el entramado entre la palabra y la música?
-Cuando yo era muy chico ya escribía. No lo sabía, porque aquello que yo hacía no se llamaba, no tenía un nombre. Yo practicaba una cosa muy extraña que era mover la mano derecha con una lapicera de pluma y llenar hojas y cuadernos, hojas y cuadernos, y ya tocaba el violín, instrumento que aborrecía. Entonces mi madre me dijo: "¿Por qué no hacés canciones para D'Arienzo?" Como vio que yo escribía música, se le ocurrió la idea brillante de que compusiera para él. Entonces el nombre de Juan D'Arienzo se asoció con otro que para mí fue el más importante de toda mi infancia: Franklin.
-¿Por qué Franklin?
-Yo había encontrado un librito de la colección Billiken que se llamaba Franklin . Ahí leí que él había inventado el pararrayos. Entonces el mundo estaba dividido entre rayos y pararrayos. Bueno, el del pararrayos era Franklin y los del rayo eran todos los demás. A ese nombre se sumó el de D'Arienzo. Yo empecé a escribir como loco canciones para él, pensando que las iba a cantar... Mucho después supe que era director de orquesta. Te podría decir como broma, o no tanto, que sigo componiendo canciones para que D'Arienzo las cante.
-¿Por qué te hicieron estudiar el violín?
-Tocar el violín me daba mucha vergüenza. Nadie en el barrio lo sabía. Cuando yo era chico estaba en auge el folklore. Todos tocaban la guitarra o el bombo. En mi escuela, un año más adelante, estaba Pappo Napolitano. Tocaba el bombo con dos compañeros míos que tocaban la guitarra y cantaban: para mí eso era la música. Yo me metía en un barril de petróleo dentro del mar a tocar el violín para las ballenas, solo. Eso me generó odio a la música. Tardé mucho tiempo en deshacer ese nudo. ¿Sabés qué pasaba? Hacía cinco años que tocaba el violín y no podía entrar en el coro de la escuela por desafinado. Yo leía música, pero no escuchaba lo que tocaba? Por eso, para mí, el profesor de violín era una especie de Ajax porque, sin mirarme, me decía "No, eso es do sostenido". Yo me preguntaba cómo hacía para saberlo si ni siquiera estaba leyendo la partitura.
-¿Cuándo empezaste a cambiar eso?
-Nunca. No puedo escribir música, lo he intentado mil veces y tengo una profunda admiración por los que lo hacen bien. Yo puedo construir mucho y variado, pero escribir no. Si me preguntan qué quiero hacer en mi vida, mi respuesta es "escribir bien partituras". El próximo disco, que saldrá en unos meses y se llama El puente de las tetas , siento que es lo más alto que pude hacer musicalmente. Lo logré porque estoy asociado con un amigo del alma, Diego Vila, que tiene una escritura extraordinaria. Compusimos canciones de cámara bien orquestadas, pero el lenguaje es prostibulario. Se produce el encuentro de una música de un nivel altísimo con un lenguaje tremendo, y está todo cantado por mujeres.
-Tus libros nunca están compuestos por poemas sueltos. Son escritos a partir de una, dos o tres temáticas o conceptos. ¿Cómo aparecen?
-Hay una figura para responder esa pregunta: la del pescador y la tejedora. Todo el tiempo pienso en esa imagen. El pescador sabe dónde hay que pescar. No pesca al voleo. Pone los anzuelos adecuados, la carnada adecuada, y espera. Tira y espera. Y la caña se va a otras aguas, a pescar otra cosa, una materia y una imagen. Yo siempre ando pescando. En la larga tradición oral de los griegos estaban los rapsodas, que cantaban a Homero, y las mujeres tejían las batallas. Mientras los hombres las contaban, ellas las tejían. Las palabras se las lleva el viento pero en el telar quedan. Por eso en el canto VIII de la Odisea , Ulises, que va de incógnito camino a su casa, se detiene en un pueblo donde hacen una gran fiesta. En un momento aparece un rapsoda y empieza a cantar las aventuras de Ulises. Él se tapa la cabeza con un paño para que no lo vean llorar, porque están cantando lo que él vivió, y cerca de la mesa están las tejedoras. Yo con esas dos imágenes resuelvo el problema. Primero estoy a la pesca de algo y después veo cómo se teje eso. A veces un poema se teje muchísimo mejor que una canción. Esa dispersión, que en algún momento pudo ser una herida, es la puerta con la que cuento hoy para salir, a un balcón o al abismo.
-¿Eso se comparte también al escribir con otro?
-El único secreto es saberse leer, ceder, renunciar a la marca de cada uno.
-¿Cómo es el trabajo de tu editorial?
-Me gusta creer que Cófreces es la cabeza y que Mileo y yo estamos atrás con los Winchester, tratando de que el desierto no avance.
-Y llegaron a los cien libros en diez años.
-Cien libros, una barbaridad. ¿Viste cuando uno dice que la poesía no se lee ni se vende y vos tenés la sensación de que todo está en orden? No te olvides de que hasta la publicidad es poética. ¡Guardemos el orden! No se vende, pero levantás una piedra y hay un poeta. Levantás otra y hay un lector. Está bien que todo siga así. Fijate que hay escuelas de danza, de pintura y de música, pero no hay escuelas de poesía. A nadie se le ocurriría poner una escuela de poesía. Bueno, festejémoslo. El lugar de la poesía es justo. Lo que sí debería suceder, y por eso hay que luchar, es que en los últimos años de sus vidas los viejos poetas sean bien tratados, muy bien tratados. No dándoles medallas de bronce, sino plata, toda la que merezcan, toda la que necesiten, y que se editen sus obras completas. Por eso, el orgullo más grande que tenemos, es el de haber publicado la obra completa de Jorge Leónidas Escudero.
-Sos un poeta que encuentra distintas maneras de realizar la poesía. No sólo en un libro sino haciendo radio y música, y que en todo momento exige la participación del oído como receptor. ¿Cómo nace ese concepto?
-Nosotros podríamos pensar que ésta es una era del ojo. O sea, que es el ojo el que está excitado. El fenómeno interesante es que ahora una de las cosas que más excitan el ojo es la música, cuando la música siempre estuvo para excitar el oído. Es un fenómeno muy propio de esta época. El oído está hoy muy por detrás del ojo. Pascal Quignard dice, en un libro extraordinario que se llama El odio a la música , que las orejas no tienen párpados.
-En ningún momento pueden interrumpir la llegada de información...
-Exacto. Por eso mismo uno no tiene que escuchar demasiado a la madre... El párpado es una defensa frente a lo que es excesivamente luminoso, o un poco más luminoso de lo que uno puede soportar. A mí siempre me llamó muchísimo la atención que la frase que más frecuentemente dice uno para contar que fue a un recitales sea: "Fui a ver a Fulano de Tal", como si la fiesta, el encuentro con mucha gente, fuera más acontecimiento que el lenguaje mismo de la música. Es un fenómeno de la época: a mí me descompone.
-Tal vez haya un cambio de roles: los espectadores pagan una entrada para ser protagonistas.
-Lo que estoy diciendo no es un discurso moral. Quiero decir: soy un hombre del siglo pasado, como vos y como casi todos. Entonces, cada vez que hay que hablar sobre los nuevos acontecimientos, estamos levantando el dedo para decir "antes no era así", y no se trata de eso, sino de tratar de comprender lo que ocurre, de hacer una lectura crítica. Indudablemente, los jóvenes comprenden ese fenómeno e intervienen sobre él. A mí me cuesta comprenderlo porque la única relación que yo he encontrado en mi vida entre el ojo y la música es la partitura, una hoja escrita que hay que leer. Por eso digo que la idea de la música como espectáculo visual es muy interesante, no una batalla que haya que librar a favor del oído. Ya se ha demostrado en la historia el pasaje del ojo al oído en la cultura griega y en la cultura judía. Los griegos apaleaban a los ciegos porque les parecía inconcebible que alguien no pudiera ver a los dioses, mientras que en la cultura judía se privilegia el oído, porque no hay nada por ver y es necesario escuchar la palabra de Dios. Evidentemente, esa pendulación entre el ojo y el oído continúa. Tal vez dentro de 50 años todos seamos ciegos?
-O no haya nada para ver?
-Es un tema muy interesante. Probablemente, uno de los hechos milagrosos que hay, porque los milagros sin duda existen, pero son otros, es el beso. Bueno: el beso hace cerrar los ojos. El que besa y no cierra los ojos espía, y los acontecimientos del amor no se espían. Cerrar los ojos significa el abandono de la mirada. Se exploran otras cosas. Y otro de los milagros cotidianos que se practican -porque los milagros además se pueden practicar- es la conversación, en la que uno debe ejercer la atención auditiva. Cuando vos conversás hay dos movimientos: cuando estás diciendo, tenés que escucharte, pero cuando el otro habla tenés que ser casi puro oído, y no intervenir con el famoso "a mí también me pasó".
-Eso estaba implícito en tu programa de radio, La panadería , en el que el público participaba sólo poniendo el oído, porque no podía hacerlo ni con mensajes ni con pedidos.
-Sé que es un disparate, pero ese programa lo hacía para que fuera escuchado. Había oyentes que dejaban mensajes con quejas porque no se pasaban mensajes al aire. Era un emisor constante, fácil de reducir con sólo estirar la mano derecha y cambiar el dial. Pero ahí se leía, por ejemplo, toda la acusación a Spinoza, textos completos de Galileo, además de la mayor cantidad de poemas posible. Pero algo pasaba con eso. Es decir: había una cita para escuchar. Una cita para el oído.
-¿Cómo concebiste El naturalista ?
-A partir de tres imágenes distintas. Siempre tuve una enorme admiración por los viejos naturalistas, por los dibujos que hacían. Yo quería crear otro naturalista, alguien que llegara de manera diferente a los insectos y a los animales. Al personaje ya lo tenía compuesto porque me salió en un poema que se llama "No estoy en condiciones de cantarle a las ballenas". Pero era un naturalista desquiciado, ya perdido, y no quería escribir sobre un naturalista desquiciado. Entonces trabajé sobre su juventud. La segunda parte, "Celan en la espera", fue por una imagen que tuve hace años en mi casa del Tigre, donde vi a Paul Celan sentado en el banco del muelle. Obviamente, no era el poeta, pero yo lo vi. Me hizo un gesto como de querer un vaso de agua, y ahí sentí que ya estaba. Había que salir a tejer. Y así recorro la isla con él mientras le alcanzo el vaso de agua. El tercer texto, "El granadero musical", también nace de un recuerdo emotivo muy importante, cuando un amigo de mi padre, para un cumpleaños, me regaló un granadero de lata al que se le daba cuerda en la espalda para que tocara el tambor. Ese poema trabaja sobre el juguete, pero también sobre los granaderos que me llevaba a ver mi madre, los que estaban en la puerta del Cabildo y que me daban pánico, porque no se movían, no hablaban. Yo le pedía a ella que les hiciera preguntas, pero mi madre me decía: "No se les preguntan cosas a los granaderos".
-Te saco de la producción reciente. ¿Cómo ves MIA hoy?
-La experiencia de MIA fue estructural en mí. No tanto por lo exclusivamente musical, porque yo no hice un buen trabajo musical dentro de MIA. Mis compañeros eran muchísimo mejores que yo. Lo que más me gustó fue el disco con Liliana Vitale. Entonces dije: eso es lo que quiero hacer. Digo "estructural" en el sentido de que un grupo artístico puede producir una movida cultural bajo las espadas, los sables y los Falcon en todo el país, sabiendo que éramos trenes rigurosamente vigilados. Y la experiencia de los músicos independientes, que sacamos del teatro independiente, era un sueño. Es el mismo sueño que tenemos hoy con Mileo y Cófreces con la editorial, porque era imposible tener una editora de discos propia. Vimos que todo se podía. Eso, para mí, fue educativo. Fue la única experiencia de la que obtuve una educación cívica. Obvio, pasaron muchos años y ya no pienso así: uno mira las cosas más críticamente.
-Pero había algo especial.
-¡La gente compraba por anticipado un disco que ibas a grabar! Lo pagaban y esperaban. Lo que se producía ahí era confianza ciega. Nadie estafaba.
-Y nadie sospechaba que pudieran estafarlos.
-Y sin embargo, esa experiencia de MIA no figura en los libros de rock. Y a esta altura eso es sospechoso.
-También se da el hecho de que tus discos son inclasificables. Eso resulta problemático dentro de un mercado tan estructurado como el nuestro.
-Hay un fenómeno que yo no supe interpretar nunca. Cuando había casas de música, mis discos estaban en una góndola que tenía el rótulo de "Varios". Empecé a sospechar que lo que yo hacía era "varios"? Lo único que me causaba cierta sensación dolorosa era que mi colega en la batea era Corona, y no Spinetta. Pero, en verdad, nunca tuve conflicto con eso. Me gusta no estar en ningún lugar estanco. Sigo esperando que D'Arienzo cante un tema mío. En principio, que me llame, porque tengo que ver si yo acepto. Ya estamos grandes, él y yo.
MIRAR A UN LEON CAUTIVO
Está ahí, como una enorme bolsa de dinero, entre la indulgencia y los regalos que Dios le ha dado para alegrar su círculo pavoroso.
Preparan una foto con África de fondo: son niños japoneses de visita en nuestro país.
Ninguno de los niños tiene actitud de cazador. El fondo africano está pintado por ellos y desearían un rugido, pero su cuerpo inmóvil descansa y sueña. Sus gestos japoneses son para provocarle el rugido, ¡qué mejor entrega escolar que su amenaza sobre el decorado de témperas! Pero se resignan; nada habrá de mover su ejemplo rubio y fáustico. Cae una piedra cerca de su hocico. Los niños japoneses miran al agresor, es un hombre entre tantos que ha querido colaborar con la fotografía. El animal levanta su cabeza monumental y nos mira. Tenemos miedo. Actuando como ese cualquiera, los que presenciamos la escena tomamos piedras del suelo y las arrojamos contra el espantoso decorado africano para que los niños japoneses se vuelvan a Japón y dejen de joder a nuestros leones.
CELAN EN OTOÑO
Estás aquí, Celan, en este río que de lejos parece la media de un difunto. Leo en voz baja uno de tus libros frente al agua fresca y disciplinada (como la cabellera de tu madre).
Se abre tu camisa blanca que exuda, lo de adentro parece cuarzo.
Esperando un cargamento de maderas desde el puerto de frutos llegó por agua la noticia de tu muerte, flotaba de muy lejos sobre un río podrido y parisino.
Voy a alcanzarte un vaso de agua. Mañana remaremos por el Caraguatá envueltos en las primeras lluvias del otoño.
Hay en este día una mancha de oro resplandeciente. Tuya es la savia, Celan.
El naturalista (Ediciones en Danza, 2010).